Sus hermanas se sintieron felices, y vieron en eso, una intervención de la Providencia que hizo a los “magistrados dominicanos abrir el libro de los inmortales para escribir en sus páginas la gloriosa apoteosis de uno de sus más preclaros hijos”.
Para traerlos a la patria se nombró una comisión que se trasladó a Caracas en una goleta de igual nombre para que condujera los retos de Duarte al país, después de proclamada la independencia.
Dicha goleta se llamaba La Leonora.
Extraídos los restos del cementerio de Tierra de Jugo, se colocaron en una urna, y en la iglesia de Santa Rosalía, se celebró un servicio fúnebre en memoria de Duarte. La comisión dominicana presidió el duelo y al acto religioso asistieron diversas autoridades venezolanas.
Al llegar los restos a Santo Domingo, el Ayuntamiento en pleno se traslado al muelle del Ozama, donde los recibió de manos de la comisión que los trajo de Caracas.
El río Ozama ha sido testigo de muchos episodios de la vida de Duarte. Durante su infancia lo vio corretear por sus orillas.
En su adolescencia, lo miró acercarse a las naves, hablar con los marinos e indagar acerca de las vidas y costumbres de otros pueblos. Lo contempló embarcarse rumbo a Europa, lleno ilusiones y deseoso de ampliar sus conocimientos para ayudar a su padre en el negocio.
Lo vio regresar con deseos de libertar a su patria. Fue testigo de la labor escolar que emprendiera, y junto a sus riberas, lo oyó adoctrinar a sus discípulos, hablarles de la redención de la patria. Más tarde, lo vio, fugitivo, cruzar sus aguas, huyendo de la persecución haitiana, y después, lo miró retornar triunfador, una mañana gloriosa, en la que fue recibido por el pueblo y las autoridades.
Luego, lo contempló regresar prisionero y vencido, y a continuación, lo vio partir desterrado y acusado de traicionar a la patria que fundara. Ahora ve llegar su despojos y contempla al pueblo recibirlos con veneración y respeto.
Las cosas han cambiado. Duarte se ha hecho inmortal. El pueblo lo ha reconocido como Padre de la Patria y le rinde homenaje a sus restos, que fueron depositados en la Comandancia del Puerto, donde fueron custodiados por una guardia de honor.
Después de permanecer allí cierto tiempo fueron solemnemente conducidos hasta La Catedral donde fueron colocados en la nave principal, y en ella, el entonces presbítero, Femando Arturo de Mariño, el mejor orador de la época, pronunció un bellísimo discurso en el que expresó el deseo de que en La Patria y Dios Duarte descansara en paz.
Texto: encaribe